En busca de la patata frita perfecta

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Carta a algún lugar donde la gente triste es feliz

Creo que, si queda algún Yanomami en el Amazonas se ha enterado de que me gusta Paul Mescal. La primera vez que le vi fue cuando se estrenó la serie de Normal People.
Había llorado mares con el libro, Sally Rooney me partía el corazón en cada página. Y con la serie pasó exactamente igual. En el libro imaginé a Connell con la cara de alguien que conocí en algún momento. Y estaría fatal decir que todos los irlandeses son iguales (aunque lo que es seguro es que todos cantan bien y tocan mínimo un instrumento fenomenal). Pero había algo en ese libro como cuando el frío es húmedo y se te mete en los huesos. Como estos días lluviosos en Bilbao, que no importa el número térmicas, pares calcetines gordos, plumíferos y guantes te pongas, el frío se te mete por dentro y solo una ducha hirviendo, con el chorro en la espalda más tiempo del que Greta Thunberg me permitiría en dos semanas, es capaz de hacerte volver a sentir esa calidez.
Hay algo en Irlanda que consigue eso. Irlanda, en muchísimas cosas me recordó a mi vida hasta antes de mudarme. Puede ser lo verde, lo gris, aprender a vivir aunque caiga una jarreada durante 72h seguidas, la calidez de los bares, o la apreciación de los días fríos pero soleados. Aunque duren pocas horas. Preparar barbacoas con antelación si un fin de semana de cada 56 hace bueno, sabiendo que al final del día lloverá, pero eso no chafa un plan. Ponerse el domingo ropa encima del pijama e ir al Yuan Ming Yuan a por cena andando porque el camino desde tu casa hasta Princess St. eran un paseo perfecto (por la parte bonita) para terminar el domingo y acabar durmiendo allí, porque bueno, vivías más cerca de la parada del autobús al trabajo.

Pero esa es otra historia, hablaba de Irlanda. Hace 5 años que volví de Irlanda, volví porque pensé que era lo que tenía que hacer. Y hay muchas razones que me hacen pensar que estaba en lo cierto, evidentemente no sé cómo estará esa Ane en el universo paralelo en el que decide quedarse. Aunque bueno, creo que sí lo sé. Triste porque el Yuan Ming Yuan está cerrado. Literal y metafóricamente. Pero no es el caso.

En Irlanda me sentí en casa por primera vez en mi vida. Hay algo en el aire, en las humedades de las paredes, en la amabilidad de toda la gente, porque si algo caracteriza a Irlanda es su bondad; el talento para la música, su humildad, su sentido del humor de otro mundo, lo respetuosos que son, pero también todo lo que hay dentro de ellos. Una profunda tristeza, a pesar de que esté disfrazada de esa amabilidad, sonrisa permanente. Hay algo que hace que. si lo entiendes, empieces a formar parte de ello. Hay personas que desde el día en el que las conocí, y habiendo ido por elección, no por obligación, no paraban de quejarse del país, del trabajo en el que cobraban más de lo que cobrarían en su lugar de procedencia en su profesión, del tiempo, de los irlandeses (?), y de tantas otras cosas. Del problema en el alojamiento lo entiendo. Pero, ¿todo lo demás?
Cada vez que por el olor de un perfume, porque veo una receta de Sheppard’s Pie, porque me sale un recuerdo de Kinsale en el móvil, porque me llega un mensaje de mi amiga Marta o miro al lado en el sofá, me doy cuenta de lo afortunada que he sido en mimetizarme con esa tristeza, es un poco el donostiarrismo llevado al extremo y mucho peor vestido. El hermano no clasista. No sabría explicarlo de otra manera. Es el hermano infinítamente más divertido, con el corazón partido en dos, pero que nadie deja que le vean romperse.
Y creo que por eso siempre supe que Cork (más que Dublín) siempre sería mi casa. Era la ciudad que me entendía, no la ciudad de la que soy. Era la ciudad en la que no importaba nada salvo quién eras en ese momento, en la que no había nada en apariencia que importara y en la que no se juzgaba. Una ciudad que te acogía aunque hubiera poco sitio y en la que cada persona, si sabía entenderla, encontraría su sitio. Y siempre tendríamos un sitio. Porque si entiendes esa tristeza y la abrazas, te das cuenta de que hay un país entero en el que sentirte comprendida. Un país en el que es normal tener la mirada triste pero seguir bromeando hasta sobre las peores noticias.
Esto no tiene nada que vez con lo que quería escribir, pero supongo que la lluvia de lado, los resbalones con la carretera helada, las pizzas y pintas a 10€, el cashback, el mejor acento del mundo, los ‘I will yeah’, dar un beso a una piedra para ser más elocuente, los besos en el Crane Lane, Cillian Murphy de paseo, Jonathan Rhys-Meyers bailando en el Crane Lane, la cerveza con sabor a bacon, las comidas que se convierten en cenas, las mejores primeras citas de la historia, los picnics con abrigo en verano, las barbacoas en las que no pudimos dejar de hablar, el 215… o el 202 si nos habíamos dormido, el puente del Cork College of Commerce, las lágrimas en varias ocasiones, cuando me dejaron fuera del Trinity College, Las Tapas de Lola, la invitación a la boda con la media de edad más joven, los amigos para toda la vida, y los que lo fueron mientras duró, las lágrimas de a veces cuando se me llena el corazón recordando todo aquello y cómo en algún momento llegué a pensar que me arrepentiría por no haberme vuelto antes para estar contigo. Menos mal que nunca lo estuve. Me hice fan del Watford, de las alitas picantes, las inundaciones, el huracán Ophelia juntos con 300 bidones de agua, el corazón roto, el corazón recompuesto, el aprender un poco sobre lo que significa el amor. Decir unas cuantas palabras ya sin excepción con acento de Cork para que mis compañeros de Londres se rían, y una vez más, para saber que si nací con mi ciudad ya de serie en mi corazón y en mi cabeza, el tiempo en Cork será imposible de eliminar de mi corazón y de mi retina.


Supongo que al final ha acabado siendo una pequeña carta a Irlanda.

Go raibh maith agat, Corcaigh.

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