El efecto Ikea

Hace unos meses me mudé a un piso nuevo, un piso que me tiene enamorada. No es un piso gigante ni tiene terraza, pero es mi piso. Es un piso con techos bastante altos, con una galería y, además, tiene chimenea. La cocina es pequeña; no tengo mucho espacio de almacenaje en ella, aunque los gemelos de Divinity siempre me enseñaron que era lo más importante. Pero al menos conseguí no renunciar a mi Crock Pot, porque, si me conoces un poco, sabes que nada me gusta más que cuando empieza el frío y comienza la época de platos de cuchara.

El piso me encanta, me tiene enamorada y, como decía, no tiene nada que lo haga espectacular, pero tiene pequeños detalles que hacen que, cuando estoy sentada en mi sofá mirando al techo, sonría viendo las molduras. Puede parecer una tontería, pero este piso me hace muy feliz. Estaba vacío la primera vez que lo vi, cuando el señor que hizo la reforma nos lo enseñó a Miren y a mí, y aunque doblaba lo que venía pagando y es un portal sin ascensor, hubo algo que me dijo que era para mí. Estaba vacío y tenía unos planos para calcular el espacio que tenía para muebles. Muebles que compré por internet, en algunas de las webs que todos conocemos, alguna cosilla un poco más especial, pero al final eran todo muebles que había que montar de cero. Para una casa entera. Un piso entero. Desde cero.

Me hice un Excel, hice cálculos, comparé, encontré algunos muebles a mejor precio que otros y lo organicé todo al mismo tiempo que tenía que organizar mi cabeza para otras cosas que estaban pasando, y para que, a pesar de pedir todo de muchos sitios distintos, llegara en las horas en las que estaría.

Mudarse es básicamente como intentar ganar un maratón con los cordones desatados y una caja de pizza en la mano. Primero, te das cuenta de que has acumulado más cosas que un hámster en pleno frenesí, y luego viene el tetris infernal de meter todo en cajas. Sumemos a esto el hecho de que vas a descubrir músculos que ni sabías que tenías mientras subes el sofá por las escaleras. Y cuando finalmente llegas al nuevo lugar, te das cuenta de que tus habilidades de montaje son comparables a las de un pulpo jugando al ajedrez. Vamos, que si no acabas llorando en posición fetal entre cajas de cartón, puedes pedir una subvención al Gobierno. Spoiler: lloré, un par de veces. En concreto por el mueble de la tele, que parecía el más sencillo.

El caso es que hoy, domingo, mientras veía la segunda temporada de Gilmore Girls y veía cómo Rory invierte demasiado tiempo en Jess, que durante esa temporada es un verdadero imbécil (y, efectivamente, lo va mejorando, pero le cuesta un coche, una muñeca rota, faltar a la graduación de su madre y la relación con su primer novio, aunque Dean sea idiota), pensaba un poco en eso, en el efecto Ikea. Cuántas veces habremos pensado que alguien nos gusta más de lo que realmente nos gusta, o de lo que le queremos, solo por la inversión de tiempo que hemos hecho construyendo algo con esa persona. Aunque sea alguien con quien te has liado X veces, se me ocurren muchos ejemplos, propios y ajenos, de personas a las que te aferras como yo al mueble de la tele, que tiene una puerta que no cierra bien. Hago como que no la veo e intento no abrirla jamás, pero lo cierto es que tendría que haber llamado al servicio de atención al cliente, porque da igual cuánto tiempo hayamos invertido, no dejan de ser muebles baratos.

Como algunos de esos personajes, no dejan de ser muebles baratos a los que hemos dado demasiado valor porque hemos invertido mucho tiempo, energía, amor en ellos, pero no dejan de ser materiales baratos. Y por mucho que quede todo precioso, no tenemos que acumular cosas que no sirven de nada. Porque, una vez más, si no, en la siguiente mudanza —porque existirá, porque vivo de alquiler— volveré a llorar pensando en la cantidad de objetos innecesarios que he acumulado y que ahora solamente me causan estrés, ansiedad y hace muchísimo tiempo que, como diría Marie Kondo, no me producen felicidad.

Ane Fano Dadebat1 Comment